No moví los imanes esta mañana, tampoco es que lo haga todos los días, sólo a veces me acuerdo. Ni hacía falta, total, poner el circulito verde sobre el 13, el segundo –igual de verde– en donde dice MI y mirar cómo el tercero sigue sobre las letras J-U-N.
Lo pienso mientras la mano izquierda sujeta el plástico con el hielo naranja dentro, manejar la bici sólo con la otra mano y pedalear. Imaginar por un instante lo que piensan de la joven-en-bici-con-esa-chuche-veraniega como acompañante. El frío en la lengua y la certeza del verano.
Es verdad que no era necesario dejar la fecha clavada en la estantería de casa, que hoy es un día marcado a fuego –hasta en el hielo– lo sé desde que me metí en la cama y eran más de las doce.
La certeza del verano lo repite, es 13 de junio y no hace falta esperar hasta el 21 22 23 –nunca me entero– ni al solsticio ni a las hogueras. Es verano de niñas con un flá –flag-flash-poloflá– sentándose a la sombra del árbol de la plaza.
Voy lenta, este calor inaugurado pide pasos que me lleven despacio, o movimientos de pedal vagos, desconfiados de la mano sola, aunque el freno derecho sea nuevo.
Hasta me pitan y me adelantan. Mujer. Y niño detrás. Ternura de carril-bici, futuro de ciudad. Hago trampa. Es al menos la segunda vez que hago esta trampa. Sé antes que las demás cómo funciona el juego. Llevo en los bolsillos piedras marcadas. No me atrevo a tocarlas, este camino de curvas, que se estrecha cuando quiere –inevitable ciudad cargada de iglesias entrometidas– que desfila entre kioskos, mesas con la cerveza de turno, paradas de autobús y la mujer del carro de la compra. Ella, su pelo blanco, sus gafas gigantes y gastadas. Sus ojos cansados de ir pidiendo a unos y a otras algo para que el día corra más fresco. Habla con otra mujer, no alcanzo a escuchar más de media palabra antes de volver al verde del suelo y los números marcados en graffitti amarillo, 13, 6, 12, otra vez ahí, puñal clavándose en la rueda de atrás, pobre, tan recién llegada.
Las piedras, las piedritas marcadas, tendría que asegurarme antes de llegar de que están todas. Las normales, esas redonditas, como una canica pero sin la gracia de la transparencia. Todas grises. Cuando llegue, le daré tres a cada una y explicaré el juego. También yo habré sacado tres para mí. Y la grande, roja y algo achatada para que marque bien a dónde vamos. Para que resista y no se mueva ni un milímetro cuando las bolitas la rocen, para que las escupa bien lejos si le llegan con fuerza.
Las mías –ellas no lo sabrán, yo nunca les contaré– tienen todas un peso distinto que las lleva a la velocidad justa, un un perfecto camino recto atraído por el rojo brillante. Sólo con trampas puedo ganar. Ojalá no sean las tres que van saltando traviesas en el último escalón.
Dos están rotas, la tercera avanza, discreta y solemne, hacia la alcantarilla.
la mano aún clavada
en la tierra
de la maceta grande
Cuclillas, balcón
Pasos sobre tacones
rojos,
olor a perfume barato,
disgusto de viernes noche
a gritos
lanzados
contra el filo de la mano,
teclas apretujadas
huyen
mano clavada en la tierra se va secando
Espero silencios,
fines de fiesta,
que los alejen
con sus voces expectantes
Sus relatos de la noche imaginada,
sus avisos virtuales,
prolegómenos de un bar nuevo,
cigarros en la puerta,
humos impregnan las fachadas
suben
caminan
siguen su deriva
no consigo que la noche huela a tierra mojada
Romper el borde de la hoja
avanzar, doblar, romper,
esperar
El filo de una idea
Sumar papeles
todos estúpidamente parecidos
mismo largo, el del cuaderno
de abajo arriba
Todos bien estrechitos
y rayados en azul
–cada ocho milímetros–
Se van acumulando en el centro
de la única mesa
de esta vieja casa nueva
–adquisición inesperada, puntualizo–
Sentada en el filo de la única caja
que pude despejar de polvo
amontono papeles,
rayados –de entre
diez y doce milímetros de ancho–
La pirámide no se anima
a la forma cónica,
aunque la ayude
–las manos lo hacen,
cada dos o tres páginas–
resisten
deslizan
desafían
ocupan
acaparan la mesa
convierten en círculo el rectángulo de caoba
marcada con frases
sueltas,
deshilachadas
Las cajas abiertas
–fueron cinco o seis las que toqué–
hasta que el polvo me hizo
llorar
no ver
no distinguir
si lo de dentro era
al fin
algún libro de los que escribió la muerta,
si seguiría encontrando
cuadernos rayados
esperando tinta
morder el lugar del golpe cuerpo ruido
nada importa si escalón de mármol
o esquina de centro comercial
con lo difícil que resulta chocarse
en el centro mismo del centro,
ahí donde medio palmo te separa
del ombligo, subiendo apenas
Arriba que después de dos o tres dirhams
es abajo
y salir y pagar de nuevo
y vuelta al escalón subir fila espera tu turno
subir
mirar –casi– el borde de una azotea
–rueda pequeña, ésta,
pequeña y lenta–
suerte que la tarde
puede no servir más que para esto
para girar y para verle la cara
mirarle la sonrisa
no abrir la boca
mirarla mirar lo mismo
que recién sospechabas
bordes de azotea
vecino curioso
se asoma de soslayo
huele el ruido de la verbena
no ve desde tan lejos
los tornillos sonar
al ritmo del día
el último de su fiesta
O dejar de contar lunas